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Asombrarse otra vez
Las palmas abiertas y los párpados bajos.
Mi hermana tiene estas invitaciones: las lindas de verdad, las que no se notan para afuera y que permanecen para adentro mucho tiempo, diría que he andado toda la vida recolectando estas piedritas en su orilla cálida. Cari aparece y me río, y a lo que puedo no dudo en decirle que sí, porque sé que vuelvo mejor, porque tenerla al lado es para mí como estar en una aventura, en el paisaje que me gusta y que conozco pero no tanto como para predecirlo.
Vamos a misa de sanación, dice. Y nos mete con su auto en un barrio apenas alejado pero que tiene otro clima. Los árboles son altos y sus hojas caen incansablemente movidas por la brisa. Las mujeres llegan perfumadas a la iglesia, una capilla chiquita llena de polleras y cantos, las flores ante los santos son de jardín, no de plástico, y se despluman los pétalos de las rosas arrancadas como otra ofrenda natural.
Me gusta la Virgen de Guadalupe, rodeo sus imágenes de velas e intenciones, a veces le escribo un mito nuevo, armo altarcitos en mi casa de los que no me jacto pero que necesito.
Alguien dijo una vez, con esa voz que nace del odio, que las mujeres que creían en la religión católica, no podían ser feministas. Me causó pena. Una especie de desgracia ajena que a veces llega y me hace pensar en las posibilidades que se pierden por decir para ser más, más en el sentido solamente de querer llamar la atención. Pienso en la liviandad que da al ánimo estar menos enojada, en la agresión como consigna para sufrir, en repetir sin pensar, sin conocer, sin tener a alguien que nos acerque a ver cómo se vive la fe y si está tan lejos de la creencia en la vida, en la celebración de las cosas que no dañan. Y si cuando expulsamos nuestras frustraciones, por hablar en contra de una institución que se erigió sí con violencia y poder, hablo de la Iglesia y su historia que no desconozco, (retomo) si cuando hablamos de lo que no sentimos, no somos también nosotras violentas con otras que sí se permiten abrir su fe.
Las mujeres del barrio reciben a lxs fieles en la puerta de la parroquia, tienen una mesita en la que acomodan frascos, botellitas, algunas estampas que venden. Atrás está la puerta con el cartel de Cáritas. Me acuerdo de mi pueblo y de las madres conocidas arreglando ropa donada, de la mía seleccionando en la pieza del fondo las que cosas que aún servían, lo que estaba bueno para otros. De las maestras que a la tarde iban a dedicar horas en remiendos. Creer que estas mujeres son funcionales a alguien que las usa, es quitarles el poder de su bondad, de su don de persona.
La misa no empieza porque antes están las cantoras, la mujer de guitarra que afina su voz, la otra que debe haber soñado con ser aplaudida y ahora está al costado del altar escuchando las palmas alegres de otras personas que empuñan un ruego. Se cumplen sueños que ignoramos todo el tiempo. Una nena se pone una corona de flores con luces en la cabeza, las otras la admiran sin disimulo se la tocan para reafirmar que es cierta. Es verdad: se puede ser hermosa.
En la fila delante nuestro las señoras bailan, pienso en las coreografías de tik-tok de mis hijas, en esos bailes hechos para nadie que eliminan y no suben, en la risa por equivocarse.
Acá no hay cúpulas y hasta los pájaros son comunes. Torcazas, gorriones, el chillido lejano de los teros, los bollos de los nidos de los loros.
Cada cuerpo ajusta entre el pecho y sus manos una foto: el familiar enfermo, la hija separada, el nene que crece sin salud o sin el padre o con pocas luces para estudiar, el drama del hambre asustando los estómagos. Una intención para todos. Una necesidad íntima.
Hay un lugar donde la patria tiene calles de tierra. La política de la gente que de verdad tiene fe porque hay una rodaja de pan por día, porque sabe cómo vive la vecina que le vende la leche. La gente que dice “gracias a Dios”, no gracias al partido, el Dios es la cara que conoce porque extendió una mano.
Este es el espacio alejado de las luces que aún así es el más luminoso. Desde acá se hace con el cuerpo y el alma.
Cuando iba a las misas de chica, también miraba todo, menos para atrás. Mamá decía no hay que lechucear, no hay que darse vuelta como los curiosos. Se puede ver mucho entrando a una capilla, mirando cómo se viste la gente que va a profesar un amor, una plegaria. Me gusta ver el poder de las palabras. “El verbo”. Mirar no para atrás, al costado, más allá de las paredes, mirar los paredones, sus huellas. Mirar.
El cura sabe los nombres de su comunidad, expresa en el sermón las dolencias de su barrio, no olvida nunca a quienes les habla, a quienes hay que encenderle la esperanza. Mantenerle la llama tibia en el pecho. Pese a los robos, a los olvidos en los que recaen los márgenes.
La poesía crece en los canto, quisiera sacar el teléfono para anotar las letras pero prefiero escucharlas, ver las líneas de la piel cuando se abren como algas en el agua, la distensión de la entrega de las preocupaciones. En las imágenes y en las metáforas la gente que quizás no sabe escribir, entiende todo. Esto sí es poesía para el pueblo, el discurso que se despliega más allá de las palabras, el libre acceso a la literatura con alcances milagrosos. La performance de los tiempos divinos en barrios tildados de horribles.
Las rodillas plegadas y estiradas, las manos juntas y hacia arriba, la mirada como una soga que se tira para alcanzar una nube, el despojo de la fortaleza, la exhibición de la fragilidad moderada. Una gimnasia olvidada en quienes por leer tanto y tan bien, prescinden de ver las calles y de escuchar a quienes las transitan.
En esta misa todos sufrimos. Todos somos ridículos. Todos tenemos fe y la escondemos, menos en estas horas donde las llagas están a la vista como luces navideñas, sin el peligro de que se aprovechen de ellas. Solo cantamos. Nos dejamos arrasar por el asombro.
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