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Setenta ballenas varadas
Setenta ballenas mueren en Escocia. Un carancho come restos de comadreja en el borde de la calle al otro lado del mundo. Llovió y se oscurecieron las esquinas del techo de la iglesia. Una mujer está en su casa sin salir desde hace ocho días. Revuelve los bollos de papel que usó como pañuelos, los revuelve con la mirada cuando tira un saquito más de té. Estuvo resfriada y triste, dejó caer el entusiasmo que le venían pidiendo. Piensa en la ciudad, en la ilusión que propicia en el espíritu construir casas cercanas. En los ruidos de los vecinos que alientan un gol, corren muebles o cantan. Una vez oyó a su madre decir qué lindo el barrio, la gente se esmera por tener prolijos los jardines y pintadas las fachadas, eso es bueno, impulsa a que todos se esmeren. Una cadena de envidia, respondió ella. Se acuerda y piensa mientras mira fijo la cáscara de naranja que se retuerce mientras cae seca colgada encima de la cocina, con la agarredera de silicona atrás. Recuerda sin querer la risa de la señora que vivía en su cuadra y que usaba siempre ruleros, la de la casa beige que arreglaba y cosía ropa. La mujer vuelve a darse cuenta de que lo que mira está quieto desde hace tiempo igual que ella y trata de evitar el recorrido incesante de su memoria por la calle de su infancia. Calle de los jilgueros al quinientos, árboles inmensos de eucalipto en el tramo al cementerio, gorriones en el centro flaco de la plaza.
Sale de ahí y piensa en el tipo que duerme en el pasaje de galerías antes de llegar a su trabajo, en pleno centro de la ciudad que eligió sin querer para vivir lejos de su pasado. La decisión fue la fuga, un escape leve que no alcanzó a despegar. Imagina al indigente que ve a diario dejando el banco en el que duerme para ver mejor el arcoíris. Efectivamente mientras la mujer lo evoca irreal y lejano, el hombre encuadra el ángulo entre sus dedos como si retratara el cielo, la luz del sol da un reflejo rugoso contra sus uñas sucias y acanaladas. Ella lo ve mordiéndose las cutículas, comiendo su piel muerta.
¿Se puede alimentar un cuerpo con sus restos? ¿Se pueden guardar imágenes sin tener ningún bolsillo? ¿Se recuerdan las cosas que no existen? Todas las preguntas rebotan en su habitación, tose y busca caramelos de miel. Escucha con molestia el ruido del papel metálico. Piensa en el zumbido, en las abejas que vio en la pantalla de su computadora con el polen sobre las caras peludas, en las flores que crecían solas en su balcón. No tiene que regar nada ahora, eso la calma y la desespera. Ninguna vida nace en su casa, ni crece excepto moho en las paredes. Está sola y corre las cortinas para que no entre la luz.
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