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viernes 6 de septiembre de 2024

Una mirada desde la alcantarilla: cuerpo, mi casa

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Cuerpo, mi casa

Me gusta un poema de May Swenson que se pregunta por el cuerpo, dice:

Cuerpo mi casa

mi caballo mi sabueso

¿qué voy a hacer

cuando te derrumbes

Dónde dormiré

cómo cabalgaré

qué voy a cazar

Dónde podré ir

sin mi montura

deseante desbocada

Cómo sabré

si aquel árbol

es peligro o tesoro

cuando Cuerpo mi buen perro

radiante esté muerto

Cómo será

recostarse en el cielo

sin puerta ni techo

con viento en vez de ojos

y una nube como ropa

cómo me ocultaré?

Me gusta porque me asalta con belleza mientras pienso en las erosiones físicas, en las migrañas que me dejan fuera de mi propia sintonía, con la preocupación por los diagnósticos de parientes que quiero, con la tristeza rondando cerca como un animal hambriento en las caras familiares y en la propia. Entonces, la poesía aparece para hacer más liviano estos pequeños tramos en que la vida se muestra más finita, como un hilo que se deshilacha al final de un ruedo o de un puño tejido cuando se engancha y cuesta seguirle el rastro para no desarmarlo del todo, para no desnudar el brazo.

Mamá nos ensartaba la aguja de crochet y escarbaba en la superficie de la trama, levantaba el punto, lo bajaba hasta la línea, acomodaba siempre todos los renglones, la letra sobre una superficie siempre yendo hacia el horizonte, corriendo el tiempo para más adelante, nunca se estancó en los problemas: la vida sigue. A todos nos levantó con aguja e hilo sostenido con los labios: pienso en concreto y en abstracto. Enfermedades, separaciones, caídas, crisis.

Ahora a mis cuarenta años vuelvo a ella y la llamo para saber qué piensa y me dice ando decaída pero tengo fe, ilumina con anécdotas familiares, la mirada que tenían sobre los cuerpos y las gorduras, su madre, ella, su hermana, las primas, las tías. Las veces que ya casadas se visitaban y alojaban con hijos en una casa o en otra, esa forma de quererse y de separarse que tenemos las mujeres cuando fraternizamos.

Ayer abracé a mi hermana y en ese gesto simple, obvio y gastado me recompuse. Como deslizar la molestia por un tobogán, como volver a ser la niña libre de preocupaciones. Quizás las mujeres sean en mi vida las personas más importantes pero dentro de ellas todas sus variantes, los tonos de la voz, la superposición de entusiasmo en una charla que se bifurca en otras, la forma de construir los vínculos, las opiniones sobre los hombres, la forma de abrir una casa con palabras, las tejas cayéndose encima no de una, sino un poco sintiendo siempre que si a una se le desmoronaba algo, la otra cubría parte de los daños.

Mis hijas se pelean, una vive en movimiento, la otra está más quieta, una habla sin parar, la otra necesita silencio para concentrarse. Al final del día se invitan a ver películas o a comer juntas.

Cuerpos que son más que uno solo, casas que se amplían. Y preguntas que aminoran la densidad del dolor mientras se dan esperanza.

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