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miércoles 11 de septiembre de 2024

Una mirada desde la alcantarilla. La infancia

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Una mirada que perdura

Dos de mis hijos están habituados a no ser llamados por su nombre, tienen apodos como las cosas chiquitas que dan ternura. Entonces mi primera hija es Pipi y el chiquito es Puchi, sólo la del medio es Francisca siempre y deletrea sus letras efusivamente si pronunciamos algo mal. Pienso en las nomenclaturas mientras repaso los juegos de la infancia, quiénes nos dijeron cómo nos llamamos, quiénes inauguraron la adrenalina que crecía con el hamacón en la espalda, quiénes insistieron en que nuestras piernas estiradas podían enredarse entre las ramas.

Un verso muy conocido de Arnaldo Calveyra dice: “cosas que me pasaron durante la infancia me están sucediendo recién ahora.”

Louise Glück escribió: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria.”

Recupero la frescura del aliento nuevo gracias a la maternidad y, en ese sentido, pienso que desde mis dieciocho años vuelvo siempre para despegarme de mis urgentes primeros años y para recuperar las siestas interminables en la casa de mis padres. Fui madre tan joven que pasé muy pronto a la adultez, sin embargo, tener en el frente permanentemente a una hija con el paisaje a estrenar, es lo que siempre me quitó el óxido en los huesos y en los párpados. Bisagras limpias.

Tengo cuatro hermanos y todos ellos aparecen en la forma de contarme el mundo y de transmitirlo con la edad de entonces, cuando yo era niña y ellos jovencísimos. A mis hijos les cuento de nuestras picardías o embates, creo que una forma de entenderlos y para acercarles mi modo (a veces insuficiente) de comprender sus asuntos, para escribir a mi madre y a mi padre los miro desde una altura que ya no tengo, la posición de los ojos de la infancia es difícil de quitarse, como antiparras hacen sopapa y quedan pegados por mucho tiempo o aparecen en la forma de vincularme a medida que el tiempo arrasa con mis días.

Hace pocos días los titulares pasaron casi desapercibidos porque quizás muchos están más sedientos de morbo hecho para distraer, pero los datos de Unicef contaban nuestra verdadera y presente catástrofe: hay más de un millón de chicos que no pueden cenar en nuestro país.

La mesa de mi casa abundaba en platos y sonidos, mamá cocinaba para cada paladar diferente, marcaba que nos conocía y que quería darnos esos gestos como entregas cotidianas. Teníamos lugares fijos, teníamos cosas para decirnos, para callar o para gritar. Había un mundo creciente siempre y el estómago no estaba nunca vacío.

Muchas veces, en talleres con otros escritores me han dicho que el mundo descrito en mis textos es austero aunque lleno de imágenes, quizás la opulencia del amor y del dolor se vislumbra con un lenguaje humilde. Me pregunto por la infancia porque me preocupan mis hijos y quienes sean sus amigos y sus amores. El porvenir de quienes hoy ensucian los ventanales con sus huellas.

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