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Dos niños corren hacia el final del patio, llevan galletitas en sus manos que se desarman junto a sus risas. La nena empuja a su hermanito, gana la hamaca roja, sube con apuro y grita “gané”. El nene parece no escucharla, se distrae con las hojas del jazmín que brillan intermitentes por el viento y la luz de los rayos cálidos que se filtran. Ninguna derrota ni ninguna victoria altera su ánimo.
Podrían ser personajes de un cuento, podría haber pájaros comiendo las migas dispersas y ellos podrían quedar perdidos en un bosque al acecho de una bruja. Pero son mis hijos y yo me apoyo en el marco de la puerta mientras corren una distancia mínima que en sus pies se agiganta.
De chica me gustaba estar en el fondo de mi casa, buscaba insectos bajo los trozos de cemento que se despegaban y nadie arreglaba. Una vereda implosionaba siempre con las raíces del ciruelo y abajo crecía un volcán, musgos que formaban islas diminutas, insectos como monstruos escndían larvas o huevos y las caras de los caracoles se abrían ante el asombro.
Tocaba las cosas que a algunos les repugnaban, buscaba nidos de arañas, conocía el hambre de las hormigas que podaban en minutos el limonero, quitaba los nidos de palomas, empollaba los huevos rotos en el puño. No crecieron aves en mi mano pero guardé plumas en los bolsillos. Encontré flechas en el pasto y las usé para atacar. Miraba a los toritos como si fueran una manada de mamuts. Cuando llovía esperaba sapos, inclinada en el borde de las baldosas sentía estar frente a un muelle esperando que saltaran peces dorados. No hacía falta tener un río cerca, en el patio de mi casa había un mundo.
Francisca y Dalmiro exploran una geografía más árida, entienden sin palabras que la Santa Rita tiene espinas y no se acercan, esquivan al perro que se mete entre sus pasos. Los animales tienen una ansiedad y un tiempo propios, los niños viven en una pausa que demanda mirada. ¿Me viste mamá? volé hasta esa nube. ¿me viste, mamá? caminé en puntas de pie. ¿Me viste? ¿Me viste, lo que hice, me dí vuelta de cabeza en el trapecio?
Estos hijos no tienen silencio, y yo que me creía en una edad vaciada de novedades, los veo como a otros insectos, los tengo bajo un sol que crece desde este ombligo, con un hilo de barrilete los suelto para comprender el nacimiento de las lágrimas y de las risas, la temperatura justa para que aparezcan lagañas y mocos, escuchando sus sonidos para saber cómo se aligera la saliva, viendo qué rozan para entender por qué la piel pica, escuchando con otros sentidos para conocer desde dónde la voz puede pronunciarse y ser una entre tantas cosas.
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