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martes 10 de septiembre de 2024

Una mirada desde la alcantarilla

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Carteles de advertencia

No dejo de ver carteles: prohibiciones, accesos nuevos, bifurcaciones del camino, aquí: quesos, huevos y mandarinas, allá: comería, estación de servicio, parrilla. Los anuncios quiebran los tonos monótonos del paisaje. Hay pastizales que pueden oírse quebrándose de a poco con el viento. La escarcha que los bañó la noche fría persiste en sus crujidos como un dolor instalado en el cuerpo.

Dentro del auto los huesos encastran y desencastran. Crac crac en los nudillos, el cuello, la rodilla. Basta, repetimos a la misma niña que siempre desafía la paciencia. Basta, y ella sigue. Basta y es más, otra frontera del límite que insiste en atropellar. El reto viene en todas las direcciones como una brújula enloquecida que señala la tormenta. La niña se aturde con nuestras voces y llora o duerme o grita aún más.

No sé cuántos años hace que soy impaciente, supongo que nací así, reviso la vida y todos los apuros que me estamparon el cemento en la cara. Por qué tantos caprichos por cosas que me dañaron y por qué tan poca calma para la nena que amo con locura.

Llevo cuatro años mirándola fijamente con un amor penetrante, este amor puede parecerse al gesto de la lupa con el sol sobre una hoja y la perforación final con el pequeño incendio. No quiero quemarla, la observo para verme, y de noche junto nuestras frentes para pedirle perdón por las frases mal dichas.

Evitar el daño no debería ser tan difícil. Miro los carteles que levanto para señalizar el desvío, la obra parada en plena ruta, los agujeros que tragan las carrocerías sobre todo si nacemos mujer.

No, Francisca, no te sueltes de la mano, no corras sola entre gente desconocida, no te vayas lejos. Todos los no con la explicación hasta que salen sueltos o se deforman en amenazas, en una bolsa de cuentos tristes y llenos de advertencias espantosas.

La estampa de una tropa de bueyes que nos cruzan y arrastran todo a su paso.

Cuidar no debería perturbar tanto y es que veo los trazos del error y la cicatriz como un foco fluorescente que da migrañas. Manchitas en la vista adonde sea que apunte la mirada.

Es domingo y la infancia debiera ser una zona protegida, pienso en mis hijas como blancos expuestos para un tipo de daños, y aunque tenga un hijo varón, cuando pienso en él, siento con más garantías, hay una especie de airbag social para los que nacen con genitales masculinos.

Ayer escuché a los padres de Micaela García, los admiré con la súplica de que nunca me toque estar en sus zapatos. Aunque ese estoicismo dignifique y sea una facultad extraordinaria de algunas personas, yo pensé en mis miedos con mis hijas, en Francisca que minutos antes había practicado una mini fuga que nos asustó, en las posibilidades abiertas para que le sucedieran cosas horrendas.

Pienso, bajemos la señalización, quizás en el subtexto del modo en que los adultos nos movemos en el escenario que se levanta delante de esta hija rebelde se entienda sin tanta letra sobreexpuesta. En la escritura hay una máxima a la que muchos adhieren “no explicar, mostrar”. Y pienso que si las niñas y los niños vieran un trato razonable siempre, la irrupción de la maldad sería para ellos fácil de reconocer, no haría falta el cuento de Hansel y Gretel, ni los lobos languideando atrás de árboles pero recuerdo pocos nombres y uno es de un juez llamado Rossi que liberó al violador Wagner, que fue y mató esa noche a Micaela García, que después todos hicieron que sí con la Ley que lleva su nombre, que ahora hay que recordarla porque también todo parece ser tragado por estos monstruos.

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